viernes, 22 de enero de 2010

De noche.

Hay días en que las horas se vuelven eternas y el sol parece no avanzar. Hay tardes que pintan las paredes de color azul o que incendian la casa y siento que todo se detiene. En ocasiones el aire se vuelve más ligero y me dan ganas de correr. Que nadie me detenga.  Subir la velocidad en el auto.  Caer desde la azotea con tal de llenarme de él. Sin embargo, siempre es de noche cuando todo se vuelve más difícil. Estando rodeada de obscuridad, parece que otro mundo despierta. Cierro los ojos y me concentro en los sonidos, en las sensaciones. Siento el rozar de las sábanas con mi piel, cómo se adapta la cama a las formas de mi cuerpo y el frío nocturno sobre mi rostro. Escucho el crujir de la madera, los perros ladrando, las ventanas quejándose. Si pongo atención, me parece escuchar el silencio detrás. El silencio nocturno es un gran vacío pintado de azul obscuro con destellos argentinos. Justo cuando caigo en cuenta de que todo -los perros, la madera, el frío- está dibujado sobre el silencio, comienzo a extrañarte. Deseo poder sentir el olor de tu piel combinándose con el olor de la habitación. Estiro el brazo y me duele encontrar el espacio a mi lado vacío. Tu respiración no está aquí. El sonido de tu piel bajo la tela me hace falta. De pronto el azul nocturno se torna más obscuro y el mundo se vuelve inmenso. Intento ocupar mi mente con recuerdos para acallar las sensaciones. Me concentro en tu espalda, en el sabor de tu boca y en la sensación que me produce tocar la punta de tus dedos. Es de noche y falta tanto para verte. Apenas ha pasado un minuto desde que cerré los ojos. Hay noches que nunca terminan.